De ser por Jacques Prévert, “aquellos que mueren de aburrimiento el domingo por la tarde” lo hacen “porque ven que les queda por delante el lunes / y el martes, y el miércoles, y el jueves, y el viernes / y el sábado / y el domingo por la tarde”. Domingo tenía que ser el 11 de abril de 1954 para “engullir al mundo en un bostezo”, como escribió Charles Baudelaire. ¿Qué tuvo de particular ese día? No pasó nada. O casi nada, excepto las elecciones generales de Bélgica y el nacimiento de un académico turco de nombre difícil y recuerdo difuso. Nada más.
Con 300 millones de datos mezclados en las entrañas de una computadora, la Universidad de Cambridge activó el programa True Knowledge (Conocimiento Verdadero). ¿La conclusión? Estremecedora: el 11 de abril de 1954 resultó ser el día más aburrido de la historia. No hubo catástrofes ni terremotos ni tsunamis ni tiroteos ni estafas ni fraudes. Tampoco los hubo el viernes 18 de abril de 1930. El locutor de turno de la BBC leyó ese día en el boletín de las 6.30 de la mañana: “No hay noticias”. Fue memorable, como los usuales bostezos del presidente español Mariano Rajoy y de su par colombiano Juan Manuel Santos.
Según Søren Kierkegaard, el tedio no tiene nada de malo: Dios, de puro aburrido, creó a Adán para dejar de hablar consigo mismo. El tedio, aunque tenga mala fama, fomenta la creatividad. De otro modo, Isaac Newton, estudiante y catedrático de Cambridge, no se habría preguntado en 1665 o 1666: “¿Por qué esa manzana siempre desciende perpendicularmente hasta el suelo?”. De haber estado navegando en Internet con su teléfono móvil, el matemático británico se habría fastidiado por el impacto de la manzana en su cabeza en lugar de haberlo llevado a redondear la inderogable ley de la gravitación universal o de la gravedad.
El aburrimiento no es tan malo como parece. Es un invento moderno, propio de las grandes ciudades desde el siglo XIX. Antes no existía. “Ahora nos aburrimos menos que nuestros antepasados, pero tenemos más miedo de aburrirnos”, dice Bertrand Russell en su libro La conquista de la felicidad. Jacques Lacan dobla la apuesta. Honra al aburrimiento como una de las pasiones del alma. Ni tanto ni tan poco, diría yo. No estaría mal vivir cada tanto un día aburrido para liberarnos del estrés, el teléfono y el chocolate.
Entre los políticos, la campaña del fallido presidente argentino Fernando de la Rúa en 1999 giró en torno de una frase soporífera: “Dicen que soy aburrido”. El mensaje entrañaba un cambio frente a los diez años de pizza, champaña y corrupción de su antecesor, Carlos Menem. Hasta Barack Obama dejó entrever ese estado de ánimo en 2013, “ahora que mis hijas están más grandes y ya no quieren pasar tanto tiempo conmigo, de modo que es probable que haga visitas, que busque a alguien que quiera jugar a las cartas conmigo o algo así, porque me estoy sintiendo solo en esta casa enorme”. La Casa Blanca.
No recuerdo la última vez que me aburrí, salvo una tarde que intenté ver un partido completo de polo, otra que quise escribir una poesía como Prévert, otra que me trabé con un crucigrama y otra que, después de pensar que todos los que me rodeaban eran aburridos, concluí que el aburrido era yo. Tal vez como los científicos de Cambridge. De tan aburridos que estaban, no tuvieron mejor idea que instituir un día fortuito, el 11 de abril de 1954, como el más aburrido de la historia, acaso porque nadie puede estar tan aburrido como para rebatirlo.
 
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